Ricardo Martínez, el Pintor del Hombre -una revisitación



El texto original de este artículo fue escrito en 1989 y publicado en la revista Industria-Órgano oficial de información de la Confederación Industrial de los Estados Unidos Mexicanos. Mucho ha pasado desde entonces. Revisar un texto implica la tentación de reescribirlo, sobre todo si median ya más de 15 años, tiempo suficiente para que los puntos de vista se afinen. Sin embargo, la anécdota que me refirió uno de mis primos al visitar a Ricardo Martínez (1918-2009) en el verano de 2002, la pregunta del artista por su relación con una “Margarita Hanhausen”, porque esa persona había escrito un artículo que él consideraba “excelente”, me motiva a re-visitar ese texto que aparentemente dejó tan satisfecho al artista. Eso es un valor agregado, si el mismo creador sintió que su obra fue comprendida a ese nivel, a pesar de todas las limitaciones que pudo haber tenido en su momento.

Es poco lo que agregare. La madurez tiende a quitar candores y espontaneidades de los escritos, dejando a cambio reflexiones más sesudas, con más aparato crítico. Tratare que este escrito no pierda el sentido primero, pero que al mismo tiempo se note que los años proporcionan una revisión más a fondo. Esta versión estuvo en línea por un corto tiempo en una publicación auspiciada por un grupo de estudiantes de la Universidad Iberoamericana en el dominio de www.dondeestanloscables.com que ya salió del Internet. En esta tercera versión, la imagen fue tomada de la página del Insituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM del artículo de la Dra. Louise Noelle "Ricardo Martínez. Medalla de Oro de Bellas Artes "http://www.esteticas.unam.mx/revista_imagenes/posiciones/pos_noelle05.html



Los informantes de Sahagún, cuyas voces se hacen presentes desde el Códice Matritense, describían la cualidad esencial de la obra artística como “sencilla, precisa, llena de belleza”. Esa descripción cuadra con la obra de Ricardo Martínez, pintor nacido el 28 de octubre de 1918 en la ciudad de México. Pienso en su obra admirable, pintura de esencias, no de accidentes. Su obra es la recreación de un sólo tema: el Hombre, o mejor dicho, la esencia misma de ser hombre. Ricardo Martínez lo logra. Fruto de su diálogo interior son esos cuadros grandiosos que constituyen un homenaje a la esencia misma de ser hombre en esta tierra.

Dueño de un imponente curriculum como artista, exponiendo desde la década de los cuarentas en galerías tanto nacionales como extranjeras, fija su estilo en 1959, coincidiendo con la presentación de una exposición colectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, cuyo tema fue “Imágenes del Hombre”. Lo interesante fue que la obra de Ricardo Martínez salió completamente de la tónica seguida por los renombrados artistas internacionales que ahí expusieron. Ellos presentaban la imagen del hombre de la década de la segunda posguerra: un hombre angustiado, enajenado, caricaturizado, sin forma propia. Ricardo Martínez se enfocó en otra dimensión del hombre contemporáneo, visto como esencia existente. Lo que pintó subrayó la dimensión glorificada e intemporal de una visión del hombre y del mundo heredada de los antepasados .

A fines de la década de los cincuentas la influencia de la Escuela Mexicana de Pintura había comenzado a languidecer. Habían muerto ya José Clemente Orozco y Diego Rivera. Siqueiros estaba derivando poco a poco hacia una experimentación plástica más introspectiva. Otros artistas se empeñaban en mantener vigentes los lugares comunes de esa escuela, pero poco a poco era claro que los tiempos iban cambiando. Sin recurrir al decorativismo o a estos lugares comunes, en los cuadros de Ricardo Martínez se descubre su gusto por el arte de las culturas prehispánicas. Su admiración por la tradición no sólo pictórica, sino filosófica, de un pueblo de vencedores. Tal vez un eco pictórico del concepto de la Quinta Raza de la que habló Vasconcelos.

Las formas pintadas por Ricardo Martínez tienen algo de las masivas formas escultóricas de su hermano Oliverio (1901-1932) y de Francisco Zúñiga (1912-1998). Muchos de sus críticos han aclamado su obra, haciendo notar las cualidades telúricas de sus figuras humanas, en reposo, a manera de rocas o montañas.

En la exposición Donaciones y Adquisiciones 2001-2006 inaugurada en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México el 16 de noviembre de 2006 hay una magnífica obra suya. Representa una colosal figura femenina en cuclillas, que a distancia parece una roca de jadeita en bruto. Indolentemente la giganta pasa su mano por un espejo de agua negra. Hay algo mineral en ella, que invita a una contemplación reposada. En el Narciso (1957), que se conserva en la colección de Fomento Cultural Banamex, la figura se funde en las rocas a su espalda.

El Tríptico de Venus-Homenaje a Marta Traba, fuerte contraste de luces amarillas y sombras marrones, exhibido actualmente en el vestíbulo de la sala Mixteco-Zapoteca del Museo de Antropología y las Dos figuras (1965), en una escala de grises, de la colección del Museo de Arte Moderno, permiten apreciar la sutil sensualidad aunada a un majestuoso erotismo. En todas se evidencia su personalísimo uso del color, que ayuda al efecto del modelado de luces y sombras sobre los volúmenes.

La obra de Ricardo Martínez se queda corta en las descripciones: se impone la contemplación que las haga “sentir” con los ojos. Lo que más llama la atención es la sencillez monumental con la que ensalza al hombre en cada uno de sus obras sean de grande (casi con proporciones murales) o de pequeño formato.

Ricardo Martínez no se avergonzó de confesarse autodidacta. El se inició en la carrera de leyes que dejó para dedicarse a la pintura. Pero un artista es más que su filiación y “linaje”, termina haciéndose a sí mismo, a fuerza de explorar y experimentar. “El verdadero artista todo lo saca de su corazón” . Para “enseñar a mentir a las cosas”, para hacer que la tela, el papel, el barro o el bronce sean capaces de comunicar algo que los trascienda como materiales, es necesario tener el “corazón endiosado”. La labor del maestro y de la escuela no es más que la de orientar —en el mejor de los casos— las cuestiones de técnica, de iniciar en los secretos manuales del oficio.

Los rostros que pinta, las manos, los pies, los gestos, los logra sintéticamente con unas cuantas líneas. Sus enormes gigantes esquemáticos, tan cercanos a la estética de los Chac-Mooles toltecas y a las esculturas orgánicas de Henry Moore, son vida contenida que guarda un majestuoso silencio. Lo violento está en los contrastes de luces que devienen en sombras y sombras que modelan volúmenes de los que emergen haces de trigo verde, palmas doradas, fuegos y aguas.

Sin recurrir a lo anecdótico o decorativista, sus figuras y composiciones recuerdan el arte prehispánico. Carlos Fuentes, en su novela La Cabeza de la Hidra , hace atinada referencia a una de las obras de Ricardo Martínez como recurso para retratar el misterio y las veladuras del alma del pueblo mexicano. Poco a poco, para una generación esos colosos empezaron a transformarse en un inconfundible lugar común.

Todo el universo brota del interior mismo de sus personajes. Nada hay de decoración, en todo lo que este término implica de accesorio y superfluo. Estos enormes desnudos humanos —¿debiera escribir “divinos”?— dialogan con el espectador desde el plano de la más absoluta simplicidad conceptual. Hablan al alma de quien los contempla e invitan establecer contacto con nuestras raíces más profundas para, desde ahí, encontrar una muy personal respuesta para la pregunta de ¿qué es el hombre?. La belleza en la obra de Ricardo Martínez es precisamente la desnudez absoluta.

Estas pinturas tienen algo de épico, que nos habla de otro tiempo y de otros valores vigentes. Una lectura posmoderna y alternativa de las ideas sobre “la mexicanidad”, aun cuando su sustento académico sea deficiente, señala ideas capaces de inspirar sentido desde un inconsciente colectivo. El ideal del hombre prehispánico de llegar a ser un hombre de conocimiento no deja de tener su atractivo. Con este concepto se resume lo que se consideraba el más alto logro del espíritu humano: el dominio del ser sobre el tener, a través de la disciplina observada en los caminos del silencio, del saber, del amor y del valor, identificados simbólicamente con las esencias de las cuatro grandes culturas mesoamericanas: la Olmeca, la Maya, la Mixteco-Zapoteca y la Mexica.

Las figuras de Ricardo Martínez son luz y se saben luz; existen en el amor que se manifiesta en abrazos de amigos, de amantes, de padres e hijos. Sus grupos, sus figuras sedentes o yacentes, existen y se afirman con la valentía de quien conoce su verdadera naturaleza.

El arte prehispánico tuvo una profunda vena religiosa. La sacralidad estaba presente en todo acto humano, donde era difícil separar los planos divino y humano de la existencia. Su antropología pareciera más consciente de la intrínseca divinidad de lo real y de su caminar por un mundo a un tiempo natural y sobrenatural. Nosotros, desde nuestro caótico presente, anhelamos creer que las cosas eran más simples entonces.

Estas pinturas nos remiten a una Edad de Oro. Por eso la contemplación de las telas de Ricardo Martínez provoca en el espectador una ensoñación que mucho se parece al recuerdo de un tiempo no conocido, donde el hombre tendría que ser la gloria del hombre. Estos cuadros nos hacen tomar conciencia de lo mejor de lo humano, aún dormido en nuestro interior, en espera del viento divino que habrá de despertarlo.

Representan un Segundo Génesis: el instante en que, del caos cósmico, emergió la luz y de ella el Hombre, que logró recuperar el Paraíso y borrar de su herencia todo vestigio de culpa.

Comments